Desquiciadas, en plena convulsión y exasperación, cuelgan sus bolsillos sobre las telas que, retaceadas y luego fundidas, confluyeron en prenda. No tienen otro propósito, sólo prenderse a ese fino, resbaladizo, contagioso y ¡cómplice! atuendo. El por qué tiembla, medita, hasta que de sus ojos supura un signo que envicia, la clave del vicio. Una “ese” traspasada, cortada, que se desangra en aquéllos bolsillos. Suciedad. Más consumo. Más ambición. Nuevamente ellas, ahí, olfatean sin cintura, sin importar el qué dirán adentro de ese ambiente-recargado-de-retazos-valiosos. Pero afuera la cosa cambia, la palabra prejuicio danza en las mentes de señoras -¡y hasta pequeñitas!- enfrascadas en la “ese” partida a la mitad. Débil antes, en el bolsillo, pero fuerte cuando sale a la vista del montón.
Suavidad preciosa, estampa rabiosa, contagio de manos que se multiplican en el ambiente, tacos que pisan nerviosos el piso (hasta sudan).
Desvío de ojos, el bolsillo elije, la mano acepta, los dedos manosean el deseo. Las mujeres pactan con el bolsillo. Respiran profundo, tragan suavemente –con risita chillona que se escapa de entre sus dientes manchados con rush- y se piensan ahí, en el montón de retazos. El pacto se concreta. La mente volvió a fallar.
COMUNICACIÓN ESTRATÉGICA
Hace 6 años
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