lunes, 7 de septiembre de 2009

Sutilezas

Dos pupilas que se agrandan y se acostumbran a la oscuridad. Próxima, muy próxima, la tela, rozando las pestañas. La sábana es gris y tiene un estampado que bien pueden ser flores o pequeños animales, pero el halo de luz que entra por donde termina solo les permite ser manchas. La parte que está sobre la nariz se infla con toda exhalación y se hunde con cada inhalación. En las partes alejadas al espacio que ocupa el cuerpo acostado, las telas que componen las sábanas inferior y superior se tocan. Las de abajo son lisas lisas y azules. Entre el cuerpo, que parece inerte, y los sectores de tela que están en contacto, se forman triángulos, irregulares, pero triángulos al fin. Una protuberancia se observa donde están los pies, y por ahí entra más luz, porque la sábana de arriba está más lejos del colchón. Los brazos, pegados al cuerpo, generan el efecto de escalones en la tela que baja hacia la sábana de abajo. Cada pliegue es suave, sutil, como el género del que está hecho. Las pupilas ya son más grandes y permiten ver más detalles. Todavía no distinguen las flores de los pequeños animales, pero si notan que la composición de la tela consta de pequeñas líneas, como fibras, entrecruzadas eternamente. Porque en ese espacio, el horizonte es el lugar donde la sábana baja para cubrir el colchón, y lo que viene después, al escapar, es infinito.
Ahora, medio metro debajo de las dos pupilas, la panza y una puntada que la azota. Bien en el medio, y hasta el centro. Haberse acostado no fue más que un arranque de rutina, y los ojos cerrados la mayor parte de la noche un simulacro de normalidad. Porque dormir, una utopía. Pero ahora ya está bien, los ojos abiertos se justifican porque el sonido del despertador ya se filtra por las fibras que componen la tela de la sábana. Otro día la hubiera irritado, el chillido agudo en sus oídos, pero hoy piensa que capaz que lo que no es bello pero sí cotidiano se torna necesario cuando le es arrebatado a la persona. Y tal vez lo cotidiano le sea arrebatado a ella, que es la persona. Así, con todas las cosas malas. Persona que ya no espera el sonido de llave cuando él, su hombre, o algo así, llega a la casa que alguna vez fue de ambos, por el contrario anhela no escucharlo. Sonido cotidiano, que es el presagio del hartazgo, de los ojos que no la miran y la violencia de esa ausencia, de la ausencia de la mirada.
Esa idea circula su cabeza. Pero también está la otra, la que dicta que las cosas malas, las cosas sucias, no le pasan a ella, o a lo que ella representa. La justicia entiende de clases, códigos y pertenencias. Porque, justamente, la justicia, o los que la construyen, pertenecen. Y siguiendo esta figuración perfectamente podría pasar que ella, por fin, se desentendiera de sábanas, permaneciera un minuto más acostada y finalmente sentiera el impulso y la contracción en el abdomen que supone levantarse. Pasos la conducirían hasta el baño y después hasta la cocina, donde, más arriba, sus manos inducirían a dos rebanas de pan al arte de tostarse para resultarles más sabrosas al paladar humano. Y bien humana sería ella comiéndolas, propiamente untadas con dulce de durazno, nadie se atreva a negarlo. Minutos después, atravesaría, ya vestida, la puerta. Una vez en la calle, recorrería, de forma mecánica, las mismos espacios de vereda que camina todos los días, pero por motivos diferentes. Escalones que son como los pliegues de una sábana la enterrarían. Allí, bajo cemento, esperaría, no mucho, el ruido creciente que anuncia la llegada del subte y luego las dos puertas que se abrirían frente a ella. Porque las puertas siempre se abren en los centímetros exactos de andén que ella ocupa, como si ese gusano gigante de hierro pudiera percibirla. Sólo adentro de su habitación es invisible. Invisible para él.
Atenta al nombre de las estaciones, porque normalmente hubiera bajado antes, leería en ese conjunto de signos que es la palabra “tribunales” la indicación para dejar el subte. Luego, metros más cerca del sol y más lejos del centro de la tierra, caminaría hasta toparse con las puertas de un edificio viejo pero hermoso. Adentro, recorrería escaleras hasta darse cuenta de que está donde tiene que estar. Y ese lugar es donde un grupo de hombres vestidos con trajes gris abogado, con sus respectivas corbatas distintas pero iguales, la mirarían desfilar entre ellos para llegar a la tarima, y lo que sus ojos verían le indicaría a sus cerebros que esa mujer es demasiado de muchas cosas para estar ahí: linda, elegante, bien. Una mujer bien. Tan extraña, y hermosa, se sentiría con ojos sobre su cuerpo.
Ante ellos giraría para buscar sus miradas, uno por uno, mientras les explicaría, imploraría, que no había podido elegir. Le hablaría a la ley, personificada en esos hombres, e intentaría seducirla. ¿Cómo se suponía que actuara si era él quien la había elegido joven y hermosa? ¿Quién más, sino, le había dado a entender haciendo uso de la más cruel indiferencia que los sueños de amor caducaban? ¿Qué otro ser podía haberle transmitido mejor que él que cuando una mujer pierde su juventud pierde su razón de ser, de ser esa mujer para ese hombre? ¿Acaso otra persona había sido capaz de arrebatarle la inocencia para transformarla en algo abyecto? Él le había hecho comprender que cuando la eligió para siempre eligió la desidia, la inercia, que había sabido compensar con el ejercicio del adulterio, de encontrar otras mujeres que eran tres veces lo que ella era ahora, pero ni un tercio de lo que había sido antes. Y ya, en este punto, los hombres de traje estarían lo suficientemente tocados para proceder a explicarles que no existía otra salida, que la válvula de gas abierta en el cuarto donde su marido dormía no fue una elección que se le presentó, sino una imposición del destino, que era crudo. De la misma forma, les haría entender que la amalgama de estupefacientes que se encargo de introducir en su garganta, para evitar infortunios, había sido un acto espontáneo de la naturaleza y no ejercicio de cosa tal como el libre albedrío. Así, como corresponde, esos hombres verían en la mujer una víctima y no un victimario. Y así, ella podría volver a odiar a su vida cotidiana en lugar de convertirla en algo sublime por su ausencia, aunque sin tener que soportar más la violencia sutil, amordazante, de la indiferencia.
Todo esto puede pasar pero las sábanas siguen rozando sus pestañas.

3 comentarios:

  1. jajaja, ni bien me puse a leer sabía que lo habías escrito vos luli, muy bueno che!

    besote

    tama

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  2. "la violencia sutil, amordazante, de la indiferencia" Muy buen relato!

    Saludos

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