viernes, 18 de febrero de 2011

Cadáver exquisito


*zapando junto a AC

Las plantas habían devorado ya toda la estructura del hogar. La galería, la cocina y sus ollas, el balcón y el pórtico estaban cubiertos por ramas de enredadera. Las perfumadas hojas y los florecidos capullos adornaban los marcos de las ventanas. Lo más curioso era el tronco negro y robusto que dormía en la cuna del bebé de la familia Sheridan.
Mientras el tronco dormía, el bebé leía el diario. Lo de siempre: dos asaltos a comercios, descubrieron que la pelusa del durazno ayudaría a prevenir el cáncer de cerebro, el Banco Central de Estados Unidos compró pesos húngaros para contrarrestar la inflación y el hallazgo de un bebé en Indonesia que sabía leer. Al llegar a esa parte, el bebé Sheridan miró por la ventana y vio el Mar Indonésico.
El niño recordó su último verano, justo antes de que la planta carnívora que su madre había plantado en noviembre, devenida en gigante y voraz en febrero, se tragara a la abuela con silla de ruedas, alzheimer y todo. El mar estaba límpido y el niñito pensó cómo sería nadar allí, solo.
Esa misma tarde, alquiló el triciclo más lujoso que había disponible en TriciTrans, cargó una mamadera de Seven Up en la mochila, sujetó su oso Teddy y se calzó una gorra con visera de Mariano el Marciano, su programa animado favorito. El sol se ponía y, recordando los libros de álgebra que su madre solía leerle, el pequeño supo que debía llegar antes del anochecer a la costa.
Gateó durante algunas horas, hasta que eso que raspaba sus rodillas dejó de ser asfalto y se transformó en arena. Allí, la multitud lo esperaba. El frío de la noche era opacado por el calor de las antorchas. El prodigio se encontró ante una disyuntiva. ¿Era su don una maldición? ¿Había sido, acaso, un plan de su madre para liquidarlo? Baby Sheridan, como lo apodaban en el taller de alfarería, recordó todas las noches de lectura con su progenitora junto a la estufa a gas. ¿Esa pretendida instrucción, del álgebra a la literatura escandinava, y luego a la tradición mitológica de la laguna de Trenque Lauquen, habían sido la antesala de lo que ahora veía?
Esa noche, gracias al diario de ese día, todos sabían su secreto, y reaccionarían. El gateador se preguntó, sin pronunciar palabra, ¿significaban las antorchas su muerte pública, o los fuegos artificiales de su consagración?
Surcando el cielo a duras penas, una gaviota de plumas rojas llegó volando, transpirada y sin aire al lugar. Sus latidos se oían a unos pocos metros, y la expresión de sus negros, pequeñitos ojos, dejaba saber que se despediría del mundo. “Yo no soy cantor letrao”, comenzó el ave. Cuando descubrió que estaba citando el Martín Fierro, retomó la charla. “Cuando lloraba y hablaba quería aprender a volar. Ahora quiero volver a tener sentimientos”, gritó mientras llegaba el párroco para darle la extremaunción.
“Ya habéis escuchado la condena pública”, le contestó el clérigo (marcando sus diferencias con el clericó). Mientras tanto, el periodista que había escrito la crónica de Baby Sheridan, presente en la playa, tomaba notas en su libreta:

Los humanos, puede uno observar en la playa y ante la presencia de vendedores de pirulines y barquillos, son como las hormigas. Por separado, están condenados a la riqueza y el sufrimiento. Claro, eso es lo que puede observar uno. Es difícil explicar qué podría observar yo, que para el periodismo conservador, no existo. Hasta que me opongo al gobierno.

Estaba satisfecho con su artículo. Pero aunque apagó su libreta y cerró el grabador, creyó que le quedaba algo por hacer en el lugar.
Fue entonces cuando, tarareando una melodía (que acompañada con palabras dice “Te vas Alfosina con tu soledad...”), el cronista caminó cauto, cada vez con las rodillas más sumergidas, y se acercó al horizonte. La mirada era imperturbable, pero la culpa lo atravesaba. El fervor de la multitud de sicarios le daba la espalda. En lo alto de muchas manos que lo alzaban, el pequeño Sheridan fue el último en ver la nuca del cronista. Finalmente, las burbujitas que salían del grabador fueron lo único que quedó de su presencia.

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