No me sale escribir sobre mí, si bien creo que es imposible escaparle del todo a la autoreferencialidad. Al menos me cuesta hacerlo de forma directa, en primera persona y sobre todo en caliente. Pero quiero entender por qué desde hace tres días estoy triste.
No fui a la Plaza. Pensé que me iba a sentir hipócrita, cuando hace unos años pensaba que su presidencia era fruto de la ignorancia del pueblo que vota (me da vergüenza escribir esta frase), y repetía fórmulas cristalizadas despachadas por operadores de prensa que adoptaba como propias.
Recién escapaba de la pollera de cuadrillé, camisa blanca, corbata y medias hasta la rodilla de lunes a viernes. De alguna forma, suelta en dos facultades, con profesores y (algunos) compañeros pensantes, buscaba no tener que hacerle frente a la terrible sospecha de que mucho de lo que había aprehendido (con hache) era cuestionable. Seguí aferrándome a las páginas sábanas de la tribuna de doctrina y al antiperonismo de mis cunas paterna y materna. Suscribía a las mismas ideas, pero esta vez pensaba que eran mías.
Abandonarlas fue violento. Todavía es violento. Y descubro que es una de las razones por las que lloro cada tanto desde el 27 de octubre. Es también un duelo.
Las estructuras viejas adentro mío se rompieron y se asomaron (tímidas y adolescentes aún, lo confieso) las nuevas, gracias a algunos libros y palabras escuchadas, cuando empecé a aprender leer y a escuchar, en alguna aula de la Facultad de Ciencias Sociales, tal vez.
Pero todo eso adentro de un marco. Fue gracias a que alguien giró el volante y nos llevó a ese lugar. Y por eso lloré. Me cambió a mí, que nací con Menem y me hice adolescente en el “que se vayan todos”. Atravesó a mi generación, de a punta a punta. Y el que se juzga ajeno a eso, me da lástima.